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El amor, más que el desamor, es lo que hace a la historia.

El amor ha sido considerado como uno de los temas más controvertidos en cuanto a sus posibilidades de comprensión y explicación racional. Sin embargo, prácticamente todos los grandes filósofos y psicólogos han desarrollado teorías acerca de lo que constituye este elemento fundamental en la vida de los seres humanos. Si no se contara con una representación de lo que el amor es, cualquier intento de explicar el proceso humano resultaría fallido.

“Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor”, afirma por una parte Platón en Fedro, y agrega que al amor lo gobiernan dos principios: “el deseo instintivo del placer” y “el gusto reflexivo del bien”. En todo caso, para Platón el amor es furor o delirio a partir de sensaciones que transtornan al individuo enamorado.

Aristóteles también define las emociones amorosas y de toda índole como “aquello que hace que la condición de una persona se transforme a tal grado que su juicio quede afectado, y algo que va acompañado de placer y dolor”. Para Descartes el amor es una emoción del alma causada por el movimiento de los espíritus que incita al alma a unirse voluntariamente a objetos que le parecen agradables. Lo cual es criticado por Spinoza, argumentando que la voluntad de unirse a la cosa amada es una propiedad del amor, pero no la esencia de éste. Para él, “el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa externa” (Calhoun y Solomon, 1985).

Kant, por su parte, pensaba que el amor era el placer desinteresado producido por la belleza, distinguiéndolo de la estimación que implica la valoración intelectual de algo o de alguien, así como el sentimiento de lo sublime que supone una representación desmesurada de una situación, bajo la idea de lo infinito.

El joven Hegel define al amor como “el ser uno en el ser separado”.

En el caso de Marx encontramos la siguiente cita acerca del amor sexual: “la relación directa, natural y necesaria entre dos seres humanos es la relación entre el hombre y la mujer. Esta relación natural entre los sexos lleva implícita directamente la relación entre el hombre y la naturaleza es, directamente, su propia determinación natural… Del carácter de esta relación se desprende hasta qué punto el hombre ha llegado a ser y a concebirse un ser genérico… En esta relación se revela también hasta qué punto las necesidades del hombre han pasado a ser necesidades humanas, hasta qué punto, por tanto, el hombre en cuanto tal hombre se ha convertido en necesidad, hasta qué punto en su existencia más individual, es al mismo tiempo un ser colectivo” (Cfr. Marx, 1974).

Freud concibió al amor como la catexia libidinal que un sujeto establece con el objeto que satisface sus necesidades instintivas de placer y/o eliminación del dolor; es decir, como la fijación de un objeto determinado que se ha mostrado como placentero para un sujeto. Skinner, desde su óptica conductista, definió al amor como el “reforzamiento positivo” que una persona puede otorgar a otra de tal manera que ésta incremente la posibilidad de ocurrencia de ciertas conductas elegidas por la primera. El amor -según Skinner- no es más que reforzamiento mutuo.

Igor Caruso y otros autores han concebido al amor como una extensión del yo, como el sentimiento de unidad o de identidad con otra persona, ó como lo ve Luhman (1985), como un código simbólico que permite un sistema de interpenetración entre dos seres humanos.

Como se ve, por una parte, el amor ha estado asociado a emociones “positivas”, al deseo y al placer, mientras que por otra se ha visto el amor como una relación compleja entre seres humanos.El amor se confunde con el goce objetual del otro, como un comercio o intercambio de favores. El intercambio de favores “amorosos” implica la objetivación del otro, la enajenación del amor, sea en la prostitución abierta o en el interior del más “respetable” matrimonio.

¿Cómo surge el amor?

Desde el punto de vista de la teoría de la praxis, el amor surge en la medida en que los seres humanos se constituyen, como seres históricos a partir de sus necesidades más naturales. Ser histórico significa intrínsecamente la posibilidad de incorporar a la experiencia de cada individuo la experiencia vivida por otros mediante la comunicación.

El amor humano se distingue en general de la afectividad de otros animales precisamente en que los segundos responden estrictamente a estímulos que les proporcionan algún tipo de satisfacción individual. El amor humano muchas veces está lejos de obtener satisfacción y contrariamente implica un cúmulo de sacrificios y sufrimientos. Esto es posible en tanto la vida individual de cada ser humano se constituye como vida colectiva, al vivir lo que otros han vivido o pueden vivir, mediante la representación narrativa.

La cooperación entre unos y otros es la fuente de la identificación amorosa, así como recíprocamente la obstrucción de unos a otros es lo que genera la mutua agresividad, el rechazo, el odio.

Amor y odio no son más que dos aspectos del mismo proceso de la vida. No hay, como lo plantea Freud, dos instintos separados (eros y tanatos). El odio (en sentido amplio), el rechazo, está intrínsecamente relacionado al amor; como la destrucción ontológicamente está vinculada a la creación. Por ello mismo, la frustración amorosa, la obstrucción de los fines perseguidos, es la fuente de agresividad hacia aquello que se supone no permite la realización de los deseos, pudiendo tratarse de un elemento real o de un “chivo expiatorio” al que místicamente se le atribuya tal obstaculización, a veces el propio sujeto.

Fisiológicamente los seres humanos están preparados para el placer y para la irritación, pero de ello no se deriva que prevalezca la actuación instintiva. Lo que activa a cualquiera de esos dos procesos fisiológicos, o incluso a ambos simultáneamente, son las relaciones semióticas de la actividad cotidiana de una persona con las acciones de los demás seres. La capacidad de incorporar la experiencia de los otros conlleva forzosamente a re-vivir también sus emociones, a interiorizar y hacer propios sus sentimientos, por tanto, a la posibilidad de compartir con el resto las experiencias y las emociones propias.

En resumen, en la teoría de la praxis el amor es definido como el sentir como propio lo que le sucede a otro(s). Y esto es producido necesariamente por la con-vivencia, por una vivencia similar directa o mediante la narración.

Amor asexual y amor sexual

El grado de intercomunicación de vivencias varía entre unos individuos y otros. Las formas de comunicación abarcan no sólo las palabras, sino también el lenguaje mímico y algo aún más importante: el “lenguaje” sensorial o sensitivo. Los amigos se saludan “de mano”, “de abrazo” o “de beso”, según la cultura. Caminan juntos tomándose del brazo mientras charlan o cantan. A la cooperación práctica, a la unidad o complementariedad de intereses, propia de toda amistad, se le une el significado de la unión corporal que simboliza la fusión psicológica.

Si bien las vivencias narradas por uno a otro integran procesos emocionales, y la cooperación y la con-vivencia permiten compartir unificadamente experiencias y emociones, el contacto corporal implica la constitución del cuerpo de uno como experiencia emocional del otro y viceversa. Escucharte y verte me hace comprenderte y me agrada integrar mi proceso mental con el tuyo, gozo de tu alegría y padezco tu tristeza; pero al sentir tu cuerpo disfruto de tu forma, suavidad y calor, de tus matices expresivos, como si fueran míos, mi propio cuerpo se extende en el tuyo; pero más aún, saber que tú disfrutas de mi mano, de mi abrazo o de mi caminar junto a tí, de mis propios matices expresivos, me asimila a tu cuerpo. Eres para mí, como algo mío, como parte de mí mismo, y soy para mí mismo como tuyo. Y todavía más si me doy cuenta que algo recíproco te ocurre. No sólo percibo mi propio placer, sino que gozo tu placer.

Entre el amor filial, la amistad y el amor sexual, en realidad no existe más que diferencias de grado determinadas en primer lugar por las limitaciones morales en función de una estructura social, y en segundo lugar limitaciones objetivas, por una parte, o intrínsecas por otra.

Esto puede sonar muy audaz, a menos que antes se reflexione sin prejuicios. Si no fuera por las limitaciones morales muchas relaciones amistosas o filiales se traducirían en intensas relaciones sexuales, en la medida en que no se limitara el contacto espontáneo con determinadas zonas corporales. Pero aún en este caso, resulta claro que no todas las relaciones filiales o amistosas tendrían que profundizar o estrechar su intimidad simplemente porque no tuvieran en sí mismas la compatibilidad intrínseca como para intimar mayormente.

En el caso del amor sexual, la deshinibición de los amantes permite la expresión corporal que sólo puede compartirse entre ellos en la intimidad; lo cual además de hacerlos únicos partícipes de esas experiencias propias de intenso placer, lo que intrínsecamente tiende a cohesionarlos como grupo, permite una vivencia de fusión mucho más intensa que la antes descrita al comentar los contactos corporales amistosos o filiales.

Por eso, como lo ve Caruso, cuando los amantes se separan, esto significa una parcial muerte propia. Un desgarramiento psicológico, a veces más doloroso que la pérdida de una parte física o, incluso, que la muerte real de la persona. Por ello también, frecuentemente el amor intenso se transforma en odio y rencor tras la ruptura.

En el caso del amor “filial” la vinculación corporal de la madre con el hijo, desde el embarazo y en la crianza, es muy probablemente lo que explica la por lo general mayor intensidad del amor materno comparado con el amor paterno.

El enamoramiento sexual implica la atracción corporal, no necesariamente por la belleza. El que se enamora, además de intuir afinidades ideológico-estéticas con su prospecto, anhela intuitivamente sentir, por ejemplo, la textura de su piel o el brillo especial de su mirada, el tono de su voz, el olor de su aliento y de su sudor; tanto como el poder compartir sus propias cualidades en el interior de la sensibilidad del otro.

Puesto que cada individuo es un ser histórico, intrínsecamente colectivo, el mundo y el yo mismo cobra sentido, en la medida en que tiene sentido también para otro(s). La soledad lleva al “anonadamiento” heideggeriano o pérdida del sentido de todas las cosas y por tanto del sí mismo. Y por ese camino se llega a la neurosis, e incluso a la psicosis, si antes no se atraviesa el suicidio.

De la misma manera, la falta de con-vivencia, de experiencias compartidas y del compartir experiencias, la monotonía en las relaciones desdibuja progresivamente el significado del mundo (incluyendo al otro y a mí mismo) para mí. El amor no es simplemente un enganche, sino que o se re-produce o definitivamente muere. Este re-producirse del amor implica la mutua experiencia significativa. De ahí lo dulce de la re-conciliación, del sentirse nuevamente compartiendo una experiencia significativa. El mismo enojo (recuérdese la relación amor-odio) de un amante con su amada puede simplemente ser producido por el desgarramiento amoroso que surge de la in-diferencia, por el vacío o muerte del significado o del re-producirse del amor.

El amor es el ser vivo de una relación humana, aunque esta pueda algunas veces ser unilateralmente experimentada como amorosa.